VALORES COSMOPOLITAS
(PUBLICADO EN EL CUADERNO EN NOVIEMBRE 2023)
Vivimos en
un mundo cada vez más global y al mismo tiempo más local. Asistimos a la
exaltación de lo próximo, lo propio, lo de “toda la vida”, y a la vez que nos
damos cuenta de que nuestro vecino es de otra etnia, que una pandemia afecta a
la humanidad y que los flujos migratorios rompen las fronteras. Consumimos
productos culturales de cualquier parte del mundo, al tiempo que las
administraciones tratan de proteger la producción cultural autóctona. Múltiples nacionalismos disruptivos, fanatismos
religiosos y exaltaciones culturales excluyentes fragmentan a la humanidad, mientras
que la globalización de la economía, las crisis ambientales (cambio climático)
y la interconexión global dibuja una humanidad afectada por problemas similares
que no tienen solución al margen de una visión y estrategia globales. Nuestro mundo se dilata al tiempo que se
contrae. Ante esta dicotomía parece que
tenemos que optar entre defender lo “nuestro”, a los “nuestros”, lo nacional, o
posicionarnos en favor de lo universal: o patriota o internacionalista.
En realidad,
ese dilema es más bien una falacia. Precisamos adoptar una actitud ética
que permita afrontar con solvencia moral un mundo complejo dominado por lo
híbrido, lo plural, la mezcla, un mundo donde la diferencia no sea
incompatible con el entendimiento.
La solución es el cosmopolitismo, una ética cosmopolita.
Obviamente
no hablamos de cosmopolitismo en su acepción más convencional de personas
familiarizadas con culturas o costumbres diferentes, como los empleados de
empresas multinacionales o determinadas élites económicas. Se trata de una
corriente filosófica que arranca con la declaración “soy ciudadano del mundo”
de Diógenes el Cínico (412 a.C-323 a.C.) y la apertura a un horizonte
de humanidad de la filosofía estoica (Cicerón), que se fortalece en
la Ilustración (Kant) y se sustancia con la Declaración Universal de
los Derechos Humanos. Un proceso que amplía el ámbito del “nosotros”. Los
bárbaros, los salvajes, los infieles, los “otros”, se van incorporando a la
humanidad, a un “nosotros” que incluye la totalidad de los seres humanos.
Lógicamente esto ha requerido que se vayan consolidando unos determinados valores
morales, una específica concepción ética del hombre como ser autónomo,
libre, que tiene valor en sí mismo, que no puede ser utilizado como medio, que
es un fin en sí mismo. Es decir, la dignidad del ser humano se
constituye en el eje sobre el que se consolida una ética universal, un
cosmopolitismo filosófico, que contiene las ineludibles exigencias de justicia
y es punto de encuentro de las diferentes éticas particulares, religiosas o
laicas.
Es un
cosmopolitismo que se preocupa por las libertades y el bienestar de todos los
seres humanos, de los próximos, de los que pertenecen a la misma comunidad
política, pero también de los lejanos, de los extranjeros. Que respeta la
diversidad, pero exige unos mínimos valores compartidos, que favorece los
acuerdos y las alianzas sin proscribir la diversidad, que incentiva el diálogo
entre los diferentes. Un universalismo
que no niega las diferencias.
Este ideal
cosmopolita viene también impulsado por los deseos de una paz
perpetua que constituye la otra gran fuerza motriz que impulsa hacia
horizontes más amplios, que actúa como prerrequisito para cualquier proyecto de
florecimiento de una vida humana digna. Pero el avance
de este ideal requiere un proyecto político democrático. Aunque siguen
planteándose propuestas de construcción de un gobierno mundial con
capacidad coactiva que pueda implementar las aspiraciones cosmopolitas en todo
el globo, no parece una opción muy realista. Reforzar las democracias actuales
que tienen su base en los Estados, al tiempo que se favorece su extensión
universal es, sin duda, una vía de avance más factible hacia el cosmopolitismo.
Los Estados democráticos son los ámbitos en los que el ciudadano se educa y vive
la democracia, con todo lo que significa de tolerancia, de igualdad ante la
ley, de responsabilidad del gobierno y de avances sociales. Poseen también,
como señala Martha Nussbaum, “una obvia importancia
práctica, pues son espacios que permiten la canalización de ayuda y apoyo”.
Pero esa necesidad utilitaria de preservar la soberanía nacional no implica
renunciar a utilizar el derecho, los acuerdos internacionales y las uniones
supranacionales (como la Unión Europea) para avanzar en la solidaridad
internacional, en la expansión de los derechos humanos y en la preservación de
la paz. Aunque no se trata de elaborar una Constitución mundial, entendida en
la concepción habitual del término, el derecho y los organismos internacionales
pueden servir de impulso, de fuerza moral, para lograr la implantación nacional
de constituciones democráticas y valores cosmopolitas y, como señala Adela
Cortina, mediante múltiples acuerdos y textos legales internacionales,
aprobados en diferentes momentos, en distintos lugares
y con procedencias diversas, constituir un entramado legal que, aunque
de modo fragmentario, funcione a modo de “Constitución cosmopolita”.
A la extensión global de la democracia y la preservación de la paz como
grandes metas cosmopolitas se suma la imperiosa necesidad de impulsar el desarrollo
de los pueblos, de incrementar la ayuda material para que se alcancen
de manera global “las capacidades humanas centrales” de las que
nos habla Martha Nussbaum, como la integridad física, la salud, la
educación, etc, esto es, todas aquellas capacidades necesarias para una vida
humana digna. En este sentido, los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU (Agenda 2030) son un claro ejemplo de meta
cosmopolita. El florecimiento de la vida humana requiere unas bases materiales
que no pueden ni deben separarse de las exigencias de defensa de los derechos
humanos, de ahí que es imprescindible la solidaridad y la ayuda a las naciones más
pobres, incluyendo todos los aspectos relacionados con la migración, que
deben tratarse desde esa perspectiva de respeto a la dignidad humana.
En estos tiempos de floreciente aumento del
patrioterismo de hojalata, de actitudes xenófobas, de rampante aporofobia, es
más necesaria que nunca una ética que sin idealismos estériles y frustrantes,
desde el realismo, apueste por mantener como brújula de su actuación, como idea
regulativa, ese cosmopolitismo de larga tradición filosófica.
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