VULNERABILIDAD Y ÉTICA DEL CUIDADO
(PUBLICADO EN EL CUADERNO EN SEPTIEMBRE 2023)
Intuyo que los transhumanistas más radicales odian lo humano, sobre todo por su vulnerabilidad. De ahí que nos anuncien con gran estruendo “la inminente la muerte de la muerte”, el fin de nuestra vulnerabilidad más sobresaliente. Y no es que sea rechazable pretender la mejora de nuestras capacidades humanas, paliar las enfermedades o incrementar la calidad de vida en la vejez, pero es evidente que no parece un proyecto apto para humanos tratar de eliminar una de una de las dimensiones que nos caracterizan, la finitud, la contingencia, la limitación. Mientras seamos humanos, no seremos invulnerables.
La vulnerabilidad natural, biológica, durante nuestra etapa infantil y en la vejez, la vinculada a las enfermedades, a las incapacidades, a las aflicciones diversas que nos sobrevienen, no cierra el círculo de nuestra fragilidad. A ésta hay que añadir la vulnerabilidad social, aquella que generan las injusticias, la pobreza, la falta de medios para llevar adelante un proyecto razonable de vida. A ambas se suma una más global, nuestra vulnerabilidad como especie, la que se asocia a las actuales crisis ecológicas marcadas por el cambio climático, la crisis energética o la perdida fulgurante de biodiversidad.
La vulnerabilidad natural nos recuerda que somos animales racionales dependientes, por decirlo con Aladair MacIntyre. Una dependencia que es indudable durante la infancia y la vejez, etapas vitales en las que necesitamos el apoyo y la protección de otras personas, pero que puede presentarse inadvertidamente en cualquier momento de nuestra existencia al verse afectada por enfermedades físicas o mentales. Esta dependencia nos advierte de que no podemos obviar nuestra dimensión corporal. No sólo somos seres que piensan y razonan, seres autónomos y por lo tanto libres. También somos cuerpo, materia, animales. Es imposible prescindir de esa identidad animal y de la dependencia que comporta. Autonomía y dependencia constituyen dos dimensiones de lo humano y por lo tanto cualquier proyecto de vida buena, de felicidad, ha de tenerlas presente.
La conciencia de fragilidad y dependencia comporta poner en valor una ética de los cuidados. No sólo somos sujetos racionales capaces de afrontar cualquier fenómeno adverso, somos también seres interdependientes, y por lo tanto necesitados de cuidados, con derecho a ser cuidados, pero también con la obligación de cuidar. En ese sentido, parece insuficiente una concepción de la persona entendida únicamente desde la clásica perspectiva de sujeto económico (Homo economicus), con las características de racionalidad, autonomía y utilidad, que necesariamente deriva en el individualismo. Es preciso añadirle la dimensión de sujeto vulnerable, dependiente, con un cuerpo y unos sentimientos.
Esta relevancia de los cuidados y su consideración como un deber moral no es, como se ha entendido tradicionalmente, una “moral femenina”, sino que como bien señala Carol Gilligan “en un contexto patriarcal, el cuidado es una ética femenina; en un contexto democrático, el cuidado es una ética humana”. La ética de los cuidados tiene, por lo tanto, dos componentes.
El primero derivado del sentimiento de ternura y de identificación ante los males del prójimo, es decir el lado de la compasión. El segundo, el de la justicia, el de la equidad que obliga a que la responsabilidad de los cuidados no recaiga sobre una parte de la humanidad. Pero esta justicia se expande más allá de lo personal a través de la justica social, que comporta un Estado orientado socialmente, con potentes políticas públicas que potencien con suficiente amplitud y eficacia unos servicios universales de cuidados (sanidad, atención a la vejez, protección social, etc,). La justicia y los cuidados no son antagónicos, son valores complementarios, como nos recuerda Victoria Camps, y es desde este ámbito de la justicia social desde el que debe atenderse básicamente la vulnerabilidad social.
La compasión es una virtud individual que asume nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, por lo tanto, supone un elemento indispensable en cualquier proyecto de vida buena, de felicidad, del que cada persona pueda dotarse. Por otro lado, una sociedad democrática y plural necesita una moral cívica compartida que sea el punto de encuentro entre los distintos proyectos personales de felicidad. Esa Ética Cordial de la que habla Adela Cortina, que reúne los mínimos de justicia que las sociedades abiertas y plurales necesitan para garantizar su viabilidad, incorpora el respeto a los derechos humanos de primera y segunda generación, es decir los derechos civiles y políticos, y los económicos y sociales, pero también los de tercera generación como los derivados de la necesidad de protección del medio ambiente o del derecho a una convivencia pacífica entre las naciones. Asimismo, exige el apego a los valores de libertad, igualdad y solidaridad y una voluntad expresa de diálogo como procedimiento para resolver los conflictos y generar las normas. Y es precisamente ese valor, esa virtud de la solidaridad la que nos puede permitir desarrollar un proyecto de vida a pesar de nuestra vulnerabilidad.
Afrontamos con especial urgencia en estas primeras décadas del siglo XXI la tercera de nuestras vulnerabilidades, la vulnerabilidad como especie. Los datos que nos proporciona la ciencia en relación con la crisis climática o la pérdida alarmante de biodiversidad (a la que estamos vinculados como especie animal) y las consecuencias que se derivan de estos datos, comportan la necesidad de reaccionar, de actuar en todos los ámbitos, también desde el campo de la ética. Son necesarios diálogos globales, universales, sobre estos temas que finalicen en consensos sobre la defensa efectiva de la biosfera. Por supuesto, esto incluye acuerdos sobre qué tipo de desarrollo es compatible con los límites del planeta e incorporar una ética de la responsabilidad a todos los planes económicos.
Asumir nuestra vulnerabilidad no es renunciar a la idea de ser humano, de persona, que ha ido solidificándose durante los últimos siglos. Somos seres racionales, autónomos, con dignidad. Pero a la vez de naturaleza animal, frágil, necesitada de cuidados y con el deber de cuidar. Y nuestra dignidad nos diferencia de otros seres no humanos. Además, estas características nos exigen valorar, respetar y proteger a los otros animales, a los demás seres vivos. Compartimos con el resto de la naturaleza la condición de vulnerabilidad, pero somos los únicos conscientes de ello y por tanto responsables de afrontarla mediante los cuidados.
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