TOROS, ANIMALES Y ÉTICA
(PUBLICADO EN EL CUADERNO EN AGOSTO 2023)
Hay un tiempo lineal y un tiempo circular. El primero pertenece a los jóvenes, la novedad perpetua, el segundo a los mayores, el retorno. A medida que envejeces se hace más patente la veracidad del verso de Azorín: “Vivir es ver volver”. No es que no haya descubrimientos, o que ya se haya arrojado la toalla en un gesto de renuncia a seguir sorprendiéndose o entusiasmándose. No, ocurre que uno es más sensible, percibe con mayor crudeza los ciclos, las pautas, las vueltas, el eterno retorno. Pero lo que más impacta son los regresos de situaciones, de cosas olvidadas, esas que habían perdido intensidad intrínseca o quizá había menguado tu disposición para percibirlas. Regresan más potentes, más irritantes, menos asumibles, fundamentalmente porque tu intransigencia se ha acrecentado. No todo se pierde a medida que envejeces: se gana en intolerancia ética, que es como un fanatismo bueno, una virtud. Es el caso de las corridas de toros, o más ampliamente el todos los “espectáculos taurinos”.
De nuevo omnipresentes este verano en calles y plazas y en todos los medios de comunicación: Una cornada de no se cuantos centímetros; una mujer corneada por una vaquilla que se escapó del pueblo vecino donde hacían “bous al carrer”; los forofos taurinos de Morella tratan de impedir hacer fotos a la barbarie del toro embolado; nombran a un director general de toros; los toros vuelven a Gijón; aumentan las subvenciones de la Administraciones a las escuelas taurinas; se organizan “chiquiencierros” en un pueblo de Murcia, que definen como “simulación para niños de los SanFermines”; la escuela taurina de Salamanca multiplica sus cifras de festejos mientras la ONU estudia cerrarla porque “menores de 8 años aprenden a maltratar un toro”. Este verano de nuevo, y con más potencia, ha regresado la barbarie, han vuelto los toros.
Los medios de comunicación, los locales y los de referencia progresista como EL PAIS, siguen impasibles jaleando la “fiesta nacional” y sus derivados. Las peñas están enardecidas, y la tarjeta de presentación al mundo de la crueldad patria, los Sanfermines, siguen dispersando por el exterior nuestra verdad negra. Cabría preguntarse si es una propensión biológica, si existe un “gen español” proclive a la crueldad animal (dejo a los biólogos moleculares la respuesta). Pero, aunque esa propensión a la tortura no sea mayoritaria, si lo es la indiferencia con la que la sociedad lo tolera, incluso lo vota.
Las piruetas retóricas con las que se suele respaldar esta defensa a ultranza de la tortura animal son de dos tipos: “es un patrimonio cultural tradicional” y “es arte”, apelando a insignes pintores como Goya o Picasso. No creo que merezca la pena tratar de dar argumentos racionales para rebatir estos reiterados lugares comunes. Cualquier tradición debiera pasar un filtro ético basado en el respeto a la dignidad humana y el valor y respeto exigido a los animales y a la naturaleza. Excluir a los animales de cualquier consideración moral, negarles, como mínimo, que son valiosos y que es un deber humano no dañar a los seres que tienen capacidad de sufrir, es sencillamente inmoral. Bien, acepto que a alguien le pueda gustar el cuadro “La corrida de toros” de Picasso, pero eso no tiene la menor relevancia en orden a considerar como arte las corridas de toros. Como no es arte lo que ocurre en un burdel, aunque nos gusten “Las señoritas de Avignon”. Pero, más allá de los toros, lo que se debate realmente es qué tratamiento merecen los animales (y la naturaleza) por parte de los humanos.
¿Cuáles serían los mínimos éticos que una sociedad democrática debería tener presente en relación con los seres con capacidad de sufrir? Las éticas tradicionales actuales, aquellas que inspiraron el gran hito moral de “La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948”, tienen su fundamento en la dignidad humana. Las personas tienen un valor absoluto y son un fin en sí mismo, es decir, tienen dignidad. Y esa dignidad es el fundamento de la moralidad. Estamos frente a un paradigma antropocéntrico. ¿Es posible desde ese paradigma apoyar la protección y los derechos de los animales, o es necesario un cambio de paradigma?
Nos encontramos con tres tipos de respuestas. La que se mantiene desde la ecología profunda, que aboga por un cambio de paradigma, pasar del antropocentrismo al biocentrismo. Para este movimiento filosófico, la naturaleza tiene valor en sí misma al margen de la consideración humana. Consecuentemente, la comunidad moral no es la humanidad, sino la naturaleza toda (las plantas, los animales, el suelo, el aire, …), y en ese sentido proponen una ética de la responsabilidad y del cuidado de la naturaleza, incluyendo a los animales. Por otro lado, tenemos a los movimientos animalistas que acusan al modelo antropocéntrico de “especista” por conceder preponderancia moral y jurídica a la especie Homo sapiens sobre las demás especies, y proponen ampliar el paradigma antropocéntrico para incorporar los derechos de los animales, puesto que son seres sintientes, con capacidad de sufrir.
La tercera respuesta sería la de aquellas éticas que se mantienen fieles a la tradición Occidental, en gran parte derivadas de las éticas kantianas, que se fundamentan en la dignidad de la persona humana, que es autónoma, y por lo tanto puede y debe definir su propia vida moral, que es lo distingue a las personas de los seres no racionales. Para estas éticas fieles al paradigma antropocéntrico, sólo las personas tienen derechos, pero los animales tienen valor interno, no instrumental, y por lo tanto existen obligaciones morales de los humanos para con los animales. Obligaciones de respetar lo valioso, de no dañarlo. Por lo tanto, es exigible educar a las personas en la actitud de proteger y no maltratar a los animales.
Sea cual sea la opción que se elija, existen unos mínimos éticos que reclamarían tratar a los animales como seres sintientes, a los que se debe proveer de protección y bienestar, sin maltratos ni agresiones. Del mismo modo, cuando un animal es criado para la alimentación humana, debe garantizarse su bienestar en todas las etapas de la vida. Estos mínimos éticos quedan recogidos en la Declaración Universal de los Derechos del Animal de 1978, que en gran parte ha inspirado la reciente Ley 7/2023, de protección de los derechos y el bienestar de los animales. Lamentablemente, y a pesar de los buenos propósitos de “regular la protección de la dignidad de los animales derivada de su naturaleza de seres sintientes, y garantizar sus derechos”, quedan fuera de la misma los animales utilizados en los espectáculos taurinos y los perros de caza. Precisamente el ámbito donde es más evidente el maltrato animal. Se ha impuesto la razón estratégica sobre el deber moral.
Este verano han vuelto los toros. Creí que estaban en proceso de disolución, o quise creer que lo estaban. Pero ahora vuelven con chulería y arrogancia, respaldados activamente por la extrema derecha, que los enarbola como una “seña de la nación española”. Aseguraban los ilustrados que el progreso sería lineal e imparable. Quizá tenían razón en lo referente al progreso científico-técnico, pero no tanto en lo referente al progreso de la razón. En demasiadas ocasiones la razón moral retrocede a etapas aparentemente superadas. Este retorno de la capa y el estoque no augura nada bueno, ni útil. Pero no nos resignamos, seguimos en la brecha en este tiempo ya circular.
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