EL SENTIDO MORAL EN HUME

 

A lo largo de los siglos XVI-XVIII, durante el Renacimiento y la Ilustración, la filosofía europea se va adentrando paulatinamente en la Modernidad.  Este paso supone un progresivo desmoronamiento de las cosmovisiones filosóficas y religiosas medievales: la nueva estructura del universo derivada de la revolución copernicana, el nacimiento de la ciencia moderna con Bacon (1561-1626), Galileo (1564-1642), Descartes (1596-1650) y Newton (1642-1727), la Reforma protestante y la paulatina desacralización del mundo, van afianzando nuevos paradigmas sobre la naturaleza, el hombre y  la sociedad que configurara este nuevo periodo de la humanidad. 

Entre los filósofos de la Modernidad, de la Ilustración, destaca la figura del escocés David Hume (1711-1776). Sus aportaciones filosóficas, recogidas sobre todo en el Tratado de la naturaleza humana (1739-1740), se centran en la teoría del conocimiento, en la crítica a la religión y en los principios de la moral. Para Hume la razón sólo nos ilumina sobre las verdades matemáticas, de modo que si queremos conocer cómo funciona el mundo debemos recurrir a la experiencia. Su empirismo se basa en la idea de que la experiencia es la única fuente fiable de conocimiento. Sin embargo, el conocimiento que nos proporcionan los sentidos es contingente, de modo que éste será, en el mejor de los casos, un conocimiento probable, con expectativas razonables de que los fenómenos que han ocurrido con anterioridad de forma recurrente vuelvan a repetirse, pero sin que tenga que ser necesariamente así. No obstante, ese escepticismo respecto al conocimiento es más teórico que real, y no le impide desarrollar una filosofía moral que se aparta de la visión escéptica, y se esfuerza por encontrar unos principios que expliquen nuestras valoraciones y conductas morales.

La filosofía moral de Hume se aleja tanto de las concepciones de las teorías éticas griegas, que giran en torno a la naturaleza de las virtudes y a los modos de alcanzar la felicidad, como de las éticas medievales que en última instancia se restringen a una interpretación de las Escrituras y se configuran como mandatos de Dios.

Hume es un escritor impío. Las razones por las cuales debemos actuar de una forma y no de otra no puede ser en ningún caso la voluntad de alguien, aunque éste sea Dios. Las virtudes son cualidades que nada tienen que ver con planes divinos o una vida futura.  Tampoco hacer una cosa u otra se basa en la razón, una facultad cuyo ámbito de aplicación serían “los hechos”, aquel ámbito del conocimiento donde se dirimen cuestiones de verdad o falsedad. Para Hume, y dado que la moralidad no es cuestión de hechos sino de apreciaciones y emociones de agrado o rechazo, la fundamentación de la moral reside en las pasiones y el sentimiento.  En este sentido señala por primera vez lo que más adelante se denominará la falacia naturalista, el hecho de que existe una diferencia entre el “es” y el “debe”, que no son equiparables el lenguaje o los juicios descriptivos que corresponden a la razón y a los sentidos, y el lenguaje o los juicios de valor que incumben a los sentimientos. Los valores morales no pueden derivarse lógicamente de los hechos.

A pesar de la subjetividad de los sentimientos, para Hume las valoraciones o apreciaciones sobre las que se basa la moralidad no comportan un relativismo moral: “La noción de moralidad implica cierto sentimiento, común a toda la humanidad, que recomienda el mismo objeto a la aprobación general y hace que cada hombre o la mayor parte de los hombres coincidan en la misma opinión o decisión relativa a ella. implica también cierto sentimiento tan universal y comprensivo como para hacerlo extensivo a toda la humanidad y hacer de las acciones y la conducta incluso de las personas más remotas un objeto adecuado para el aplauso o la censura, en la medida en que estén de acuerdo o en desacuerdo con esa regla de derecho que se establezca”.

Con objeto de discernir cuál es el origen de la moral y encontrar unos principios que puedan tener una aplicación universal, Hume observa que determinados términos que utilizamos en el lenguaje cotidiano tienen un uso no solo descriptivo, sino también valorativo. Epítetos como “sociable”, “justo”, “sincero”, “generoso”, “sensato”, “honesto” y otros análogos expresan un mérito, una virtud. Con estos términos, que tienen una alta valoración social, y que cualquier persona desearía que se le asignasen estas cualidades, podemos elaborar un extenso catálogo de virtudes. ¿Pero de dónde se deriva la aceptación y aprobación de estas cualidades? Este origen serían los principios de la “moral social”.

Para resolver este interrogante, Hume considera que el origen de la moral social deriva de considerar a estas virtudes como 1) útiles para uno mismo o para los demás, o bien como 2) agradables para los demás o para quien las posea. Esto le parece tan obvio que se sorprende que no haya sido evidenciado por los filósofos que le han precedido. […] El Mérito Personal consiste, conjuntamente, en la posesión de cualidades mentales útiles o agradables a la misma persona o a otras. Cabría esperar que este principio se les hubiera ocurrido, hasta los primeros investigadores de ética, rudos e inexpertos y que hubiera sido admitido por su propia evidencia, sin la menor disputa o controversia, […]. De forma que, si una teoría tan simple y tan obvia ha podido escapar durante tanto tiempo al examen más meticuloso, parece razonable presumir que los sistemas y las hipótesis han pervertido nuestro entendimiento natural.

El mundo Moderno ha trastocado los valores medievales. Lo que antes eran virtudes ahora son vicios, sobre todo para un autor tan crítico con la religión  como Hume, que como la gran mayoría de los Ilustrados, defendía una secularización total de la cultura: Así pues, igual que en la vida ordinaria se reconoce como una parte de mérito personal toda cualidad que resulta útil o agradable, tanto para nosotros como para los demás, de la misma forma no se aceptará otra si los hombres enjuician las cosas mediante su razón natural limpia de prejuicios sin las glorias ilusorias de la superstición y de la falsa religión. El celibato, el ayuno, la penitencia, la mortificación, la abnegación, la humildad, el silencio, la soledad, y todo el bagaje de las virtudes monásticas, ¿por qué razón son rechazadas todas ellas por los hombres sensatos si no es porque no sirven para nada? No aumentan la fortuna de un hombre en el mundo, ni le hacen un miembro más valioso de la sociedad; no le califican para el solaz de la compañía, ni aumentan su poder de auto goce. Por el contrario, observamos que frustran la realización de todos estos fines deseables; que embotan el entendimiento y endurecen el corazón, que oscurecen la fantasía y agrían el temperamento. Justamente por eso, las transferimos a la columna opuesta, y las colocamos en el catálogo de los vicios; […]  Un entusiasta melancólico y de mente estrecha, puede tener un sitio en el calendario, después de su muerte; pero difícilmente será admitido, mientras viva en intimidad y en sociedad, excepto por aquellos que sean tan delirantes y tan lúgubres como él.

Para Hume la explicación de la ética tiene una dimensión utilitaria, es decir concibe la moralidad como una convención eminentemente práctica cuyo propósito último es hacer mejor, más feliz, la vida de todos.


Bibliografía

David Hume. De la Moral y otros escritos. Una investigación sobre los principios de la moral.  Prologo y traducción de Dalmacio Negro Pavon. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1982

Gerardo López Sastre. Hume. Cuándo saber ser escéptico. Prisanoticias colecciones, 2020.

Victoria Camps. Breve Historia de la Ética. RBA. Barcelona, 2017.                                             


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