Creer o dudar: ¿es bueno ser escéptico?
El escéptico desconfía o duda de la verdad de algo. ¿Se puede vivir abrazado al escepticismo? ¿Sería ésta una buena vida?
En estas preguntas hay en juego dos tipos de problemas, uno
relacionado con el conocimiento, con la verdad de los juicios (epistemología)
y otro de índole ético o moral sobre “la buena vida”. Aunque en la historia de
la filosofía ambos tipos de problemas tienen un largo recorrido, en la
Antigüedad el escepticismo filosófico era, sobre todo, una oferta ética, una
búsqueda de la felicidad. Sin embargo, el análisis actual del escepticismo está
quizá más relacionado con la teoría del conocimiento, con los criterios para
aceptar los juicios como verdaderos o falsos.
No todas las dudas tienen el mismo calibre, o las mismas consecuencias. Mantener un cierto escepticismo sobre las ventajas destacadas por el vendedor de un nuevo seguro o de un cambio de compañía telefónica parece bastante saludable. Creerlo todo a pie juntillas seria pecar de ingenuo o de crédulo. A esta actitud precavida podríamos denominarla escepticismo saludable o escepticismo blando.
Por otro lado, dudar de afirmaciones ampliamente respaldadas por la ciencia como el cambio climático o la eficacia de las vacunas es una posición más extrema. Estaríamos frente a un escepticismo radical. Este escepticismo implica una falta de interés por la verdad, y da cobertura a ciertas actitudes bastante perniciosas en la vida pública como los fenómenos de las fake news o la post-verdad.
Al mismo tiempo, un escepticismo radical conduce a un relativismo sobre la verdad, es decir, a asumir que la verdad es subjetiva, que cada uno tiene su verdad y que todas son defendibles. Unos dicen, de acuerdo con el consenso científico, que hay un cambio climático producido por la actividad humana, otros señalan que no hay cambio climático, que todo es una gran conspiración. De acuerdo con el relativismo, ambas posiciones tienen razón y son defendibles. Cada uno tiene su verdad.
¿Es posible separar ambos escepticismos?
Aunque la mayoría de los fervorosos del escepticismo radical y del relativismo, no argumenten filosóficamente su posición, éste se basaría
en la supuesta incapacidad de conocer nada, en la imposibilidad del
conocimiento. Aunque se trate de una mala idea, su atracción puede derivar de que:
i) hay algunas cosas que efectivamente dependen de la opinión subjetiva
(alimentos que me gustan, películas que prefiero,…), ii) el relativismo aparece
para algunas personas como una “forma de respeto” a los puntos de vista ajenos
con los que disentimos.; y iii) nuestros juicios no son infalibles. Hasta las
teorías científicas cambian con el tiempo.
Estos y otros razonamientos (conscientes o no) conducen a
rechazar la idea de verdad objetiva y tratarla como meramente subjetiva; la
opinión de cada uno es su verdad. Aunque en realidad estamos tratando del escepticismo,
que se relaciona con la duda, un escepticismo extremo conduce al relativismo,
donde la verdad se transforma en una opinión.
Es preciso señalar que creer en la verdad no es lo mismo que
conocerla. Para convertir una creencia verdadera en conocimiento se necesitan
razones suficientes (razones epistémicas). Pero el conocimiento, el fundamento
de la verdad, no exige razones infalibles o certezas absolutas. Que
nuestro conocimiento sea falible no significa que no sea fidedigno. Los escépticos
radicales, que exigen a nuestro conocimiento infalibilidad y certeza
absoluta, no son ni sinceros ni buscan la verdad. El conocimiento requiere que
las creencias verdaderas estén basadas en buenas razones, como por ejemplo el testimonio de científicos expertos, que,
aunque sean falibles, no implican un serio riesgo de error.
La corriente escéptica tiene sus raíces en la Antigüedad, en la época helenística, que abarca desde la muerte de Alejandro Magno al fin de la Republica romana (323 a.C.—31 a.C.). La palabra griega skepsis significa “examen” o “reflexión detenida sobre lo observado”. El escéptico examina y reflexiona sobre lo que se le presenta y concluye que nada puede conocerse de verdad. Busca eliminar el dogmatismo (por ejemplo, los sistemas filosóficos de Platón y Aristóteles), y que éste es el camino adecuado para alcanzar la felicidad. Esta búsqueda de la felicidad es compartida por el estoicismo y el epicureísmo, aunque pretende alcanzarla por caminos diferentes.
Los estoicos tratan de lograr la felicidad por medio de
la virtud; el hombre virtuoso es feliz. Los epicúreos confían en el placer derivado
de la ausencia de dolor, de miedos, que permite conseguir la ataraxia,
la imperturbabilidad. Los escépticos también consideran la felicidad ligada a
la ataraxia, pero afirman que el modo de alcanzarla es asumiendo la
ignorancia humana y renunciando a toda pretensión de conocimiento. Confían en
no juzgar nada como verdadero o falso, en “suspender el juicio” (epoché).
La única forma de ser feliz es suspender todo juicio sobre la realidad. A esta
suspensión del juicio seguirá de forma automática la ataraxia, la
imperturbabilidad de ánimo, la tranquilidad del alma. Sus turbaciones
desaparecen con la renuncia a conocer lo verdadero y lo falso. Se trata de una
ignorancia consciente, saber que se ignora.
El fundador de la corriente escéptica es Pirron de Elide
(365-275 a.C.). Fue un filósofo ágrafo, como Sócrates. Conocemos su doctrina en
gran parte por su discípulo Timón de Flunte, pero sobre todo por Sexto
Empírico (115-135 d.C.) del que nos han llegado las principales obras del
escepticismo: Esbozos Pirronicos y Contra los Matemáticos.
Para los escépticos la percepción sensorial no proporciona conocimiento,
sabemos cómo nos aparecen las cosas pero no como son. Nuestra actitud ante ese
desconocimiento debe ser, como se ha señalado, la “suspensión del juicio”. La
propuesta pirrónica es una propuesta ética sobre cómo tener una buena vida.
Sin embargo, esta actitud de duda se centra únicamente en el
campo de los juicios, y sólo en los que no son evidentes y manifiestos. Por lo
tanto, el escepticismo, tal como señala Sexto Empírico, no afecta a las
acciones diarias, no es incompatible con la vida. El escéptico pirroniano no duda
de su hambre, de su dolor, de su miedo, o de si está lloviendo.
Los pirronianos, pues, no propugnaban un escepticismo
radical que duda de todo. Reconocen que para la vida práctica es necesario
asumir ciertos compromisos, y así acotar la extensión del escepticismo. No
plantean afirmaciones teóricas (lo que sería contradictorio con su actitud de
duda) sino que ofrecen técnicas orientadas a inducir a la duda (modos
escépticos) sobre las afirmaciones de los otros, de los dogmáticos. La duda implica
que debemos seguir preguntando, nos llevará a la epoché (suspensión del
juicio) y de ahí a la ataraxia, que nos garantiza la felicidad.
Señala García Gual que el escepticismo “ha recibido un mal
tratamiento en las historias y manuales de la filosofía tradicionales, más que
nada por su aspecto negativo respecto a la función de la filosofía misma, al
rechazar las pretensiones de los sistemas dogmáticos al negar la posibilidad de
un conocimiento verdadero de la realidad”.
Para el hombre actual, un escepticismo moderado es un
antídoto contra la ingenuidad, mientras que un escepticismo radical, primo
hermano del relativismo, es corrosivo para una sociedad que pretende sostenerse
con la verdad.
Bibliografía
-Carlos García
Gual y María Jesús Imaz. La filosofía helenística. Edi. Síntesis (2008)
-Ramón Román Alcalá.
El Escepticismo antiguo. Posibilidad del conocimiento y búsqueda de la
felicidad. Universidad de Córdoba (1994).
-Duncan Pritchard. Scepticism. A very short
Introduction. Oxford University Press
(2019)
- Ignacio Pajón
Leyra. Claves para entender el escepticismo antiguo. Ediciones Antígona (2014)
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