De la Experiencia
Me he instalado en la Torre de Montaigne, así que es de justicia iniciar la andadura tributándole los merecidos honores al propietario del inmueble. He escogido uno de sus ensayos, el último, de unas cuarenta páginas, y he realizado un breve resumen. Este capitulo creo que refleja bien la personalidad y la filosofía de Montaigne. Otra cosa es que mi resumen sea acertado.
De la
Experiencia (Libro III. Capitulo XIII de los Ensayos)
Con Aristóteles, Montaigne afirma que “no hay deseo más
natural que el deseo de conocimiento”. Ese deseo tiene en él una finalidad y un
interés primario, entenderse a sí mismo (“me estudio más que cualquier otro
tema. Es mi física y mí metafísica”). Así que, con su estilo asistemático,
ondulante, discursivo y anecdótico, Montaigne va desgranado sus opiniones, sus filias
y fobias sobre diversos asuntos: las leyes y la justicia; sus enfermedades, la
medicina y los médicos; las costumbre (sus costumbres), la vejez o la filosofía.
Este es el último capítulo del tercer libro de los Ensayos. Lo
escribe ya mayor, tiene 56 años, una edad avanzada, aunque asegura que se
encuentra bien y no se queja “de la natural decadencia que sufro”. Sin embargo,
se deleita describiendo con detalle la enfermedad que viene sufriendo durante
los últimos catorce años, cuando “sus riñones cambiaron de estado”. Espera que
en algún momento los cólicos puedan desaparecer, y mientras tanto los sufre con
resignación estoica (“la naturaleza nos ha prestado el dolor para honor y
servicio de la voluptuosidad y el reposo”). Además de sus cálculos, no deja de
informarnos de los pormenores de otros males que le aquejan como diarreas y migrañas,
pero sigue manteniendo una inquebrantable fortaleza estoica: “hemos de aprender
a soportar aquello que no podemos evitar”, es más, considera que éstas forman
parte de la “armonía del mundo”, consttuida por cosas contrarias como la salud
y la enfermedad (“No hay que quejarse de las enfermedades que comporten el
tiempo lealmente con la salud”). Y se consuela aseverando que “no mueres por
estar enfermo, mueres por estar vivo”.
La contumacia de Montaigne por ponernos al corriente de sus
enfermedades la combina con algunas disquisiciones sobre los teóricos sanadores
de sus dolencias, los médicos, a los que califica de simples “vendedores de
drogas medicinales”. La indisimulada animadversión hacia la medicina, “arte
inseguro que cambia según las regiones y las lunas”, le lleva a evitar
consultar sus alteraciones con los médicos, pues “esa gente lleva ventaja
cuando os tiene a su merced”. Así que acaba concediendo gran autoridad a sus
deseos e inclinaciones y poniendo, en actitud epicúrea, el placer muy por
delante de cualquier conclusión médica. Cuando
le asalta un cólico rechaza el consejo médico de no comer ostras, evita curar “el
mal con el mal”.
La antipatía hacia los médicos es casi equiparable a la que
siente por la justicia, las leyes y los procesos, a la que alude como “ciencia
generadora de conflictos”. Alaba la actitud de Fernando el Católico en su
colonización de las Indias por no haber enviado jurisconsultos, afirmando, con
Platón, que éstos son malos para un país, y que utilizan un “lenguaje oscuro e
ininteligible en contratos y testamentos”. Esa desconfianza de las leyes y la
justicia deriva de su experiencia: “¿cuántas condenas no he visto más
criminales que el crimen?” Así que nos expone sus temores de que en algún
momento pudiese ser juzgado, y que sólo la vista de una cárcel le inquieta.
Montaigne confía en la propia experiencia para alcanzar la
verdad y la sabiduría, de ahí su interés en conocerse, lo que a su vez le
permite juzgar a los demás de modo correcto. Ese conocimiento de si mismo no se
materializa en una introspección abstracta y conceptual. La mayoría de las
ocasiones deriva en una detallada descripción de sus hábitos y costumbres: no
le gusta calentarse con estufas y chimeneas, el calor lo debilita y entorpece;
solo se concentra en ambiente silenciosos, le estorba “hasta el zumbido de una
mosca”. Ya viejo, sus costumbres son irrenunciables: deben pasar tres horas
entre la cena e ir a acostarse; hacer hijos sólo antes de dormir, y nunca de
pie; jamás afeitarse antes de desayunar; no comer jamás a la alemana, sin servilleta;
dejar el acto de defecar siempre para las horas nocturnas, y sobre todo hacerlo
en un cómodo asiento (“de todos los actos naturales es el que peor soporto que
me interrumpan”). Entre sus inveteradas costumbres, las relacionadas con la
mesa y la comida las aprecia y valora de manera especial: le desagradan las
largas comidas; como Augusto, siempre se sienta a la mesa después que los demás
y le hace daño charlar con el estómago lleno, aunque le resulta agradable y
saludable gritar y discutir antes de comer.
Su confianza en la experiencia, propia y ajena, no parece ser
el signo de los tiempos, en los que se magnifica los testimonios impresos (“dignificamos
nuestras sandeces poniéndolas en letras de molde”). Pero Montaigne detecta una
lacra todavía peor, la plétora de interpretaciones y glosas, la escasez de autores
y el exceso de comentaristas e intérpretes, “no hacemos sino glosarnos unos a
otros”. Incluso yo, se recrimina, me he extendido en mi libro hablando de él,
aunque se excusa “ya que escribo sobre mí, y mi tema se vuelve sobre si mismo”.
Consciente de su vejez, se interesa por el paso del tiempo, y
siente la necesidad de hace más profunda y plena la vida, detener la presteza
del tiempo. Muestra su preferencia por una filosofía más humana, con
razonamientos conforme a sus costumbres, “bajas y humildes”, aunque no encuentra
con facilidad las pistas que le lleven por ese sendero. La vida más hermosa es
la que sigue el modelo común y humano, sin prodigio ni extravagancia, y nos
exhorta a no olvidar que “en el trono más elevado del mundo seguimos estando
sentados sobre nuestras posaderas”.
Comentarios
Publicar un comentario